Uno de los pocos los retratos del artista es este, de diciembre del 87. |
El artista murió el primero de junio. Su obra tuvo siempre referencia a la imaginería católica.
Jamás hizo concesiones. Autodidacta, riguroso, disciplinado, perfeccionista y amante de su trabajo, Manolo Vellojín desarrolló por más de 50 años una obra en la que, con un lenguaje abstracto, estuvieron presentes temas como la arquitectura mozárabe de Barranquilla, el ritual, el dolor, la vida y la muerte.
Vellojín llegó a Bogotá a comienzos de los años 60. Invitado por su primo, el artista Enrique Grau, pronto comenzó a ser parte de las noches de bohemia de la llamada Colina del desorden, en la calle 26 entre carreras quinta y séptima, donde se vinculó con artistas e intelectuales. En 1964, su participación en el salón Intercol de Arte Joven, organizado por Marta Traba y el curador y crítico cubano José Gómez-Sicre, significó un punto de partida para su carrera.
“En sus inicios Manolo realizó dos o tres cuadros de expresionismo abstracto, pero luego emprendió una abstracción más severa. Trabajó el collage con recortes de cintas negras sobre papeles blancos y se dedicó a sus pinturas...”, sostiene el crítico Eduardo Serrano.
Cortesía Museo de Arte Moderno de Bogotá |
Influenciado por el catolicismo y su ornamentación, con la que tuvo contacto en sus años de estudiante del colegio San José de los Jesuitas, de Barranquilla, y marcado por un carácter solitario, reservado y meditativo, ejecutó series con un referente místico y religioso que tituló ‘Vanitas, Beatos, Templos, Ofrendas’ y Responsos. Se interesó por objetos del ritual católico como el cáliz, los relicarios, los palios, las casullas, las telas litúrgicas y los escapularios. Pero la cruz fue el punto estructural de su obra.
Según Álvaro Medina, historiador y crítico de arte, Vellojín aportó una nueva dimensión a la abstracción que en los años 60 realizaban Eduardo Ramírez Villamizar, Ómar Rayo, Fanny Sanín y Carlos Rojas.
“Lo primero que pensé es que era un abstracto más dentro de una tendencia que en el momento tenía auge, pero con los años descubrí que en su pintura hay una originalidad, unos contenidos y una posición mística que no permiten clasificarlo”, comenta Medina.
En ese sentido, el artista Álvaro Barrios, amigo de la infancia, escribió: “No perteneció al posmodernismo de Bernardo Salcedo o de Feliza Bursztyn. Y en el exclusivo club de Negret y Ramírez Villamizar, donde debería estar, no lo aceptan. Espero que el tiempo se encargue de darle su lugar”.
Para Vellojín, concebir la idea de un nuevo trabajo significaba sumergirse en un proceso que podía durar años. Su estudio, un espacio impecable en donde todo parecía dispuesto bajo el mismo orden inflexible de sus cuadros, era un santuario. Acostumbrado a trabajar sobre linos crudos, se acercaba a la tela con un cuidado casi contemplativo antes de crear con acrílico esas líneas rigurosas, acéticas y de impecable factura.
Sus cuadros eran hijos que detestaba soltar. “Solo quiso exponer donde Alonso Garcés, pero le costaba mucho exhibir; nunca iba a sus exposiciones y tampoco le gustaba vender sus cuadros. Quería que sus compradores apreciaran y respetaran la obra tanto como él”, cuenta Elena, su hermana.
La artista Ana Mercedes Hoyos asegura “él no pertenecía al medio (...) No quería que lo sacaran de su entorno, tenía una introversión muy grande, pero también un gran anhelo de comunicar lo que hacía”.
‘Responsos’, muestra realizada en 2007, en la Galería de Garcés, fue la última del artista. “En sus últimos años se exacerbó su condición de ermitaño, pero jamás dejó de pintar porque, para él, el arte siempre fue sagrado –afirma el artista Umberto Giangrandi, uno de los pocos amigos que lo acompañó en los últimos años–. En su estudio dejó más de 200 obras con las que quería hacer algo grande, tal vez una retrospectiva. Siento que merecía más de lo que se le dio. Es muy doloroso que no haya existido nunca un libro con su obra”.
Su última serie –10 cuadros que solo unos pocos conocen– presenta una explosión del color en la que el artista se aleja de los blancos y negros para explorar el verde, el lila y el fucsia.
Poco antes de partir, por petición de una amiga, escribió en un pedazo de papel la última confesión sobre su obra: “Nunca he pintado una mentira”.
Para EL TIEMPO
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