Aunque no lo creas, esto puede estar sucediendo en tu entorno familiar o social y no te has dado cuenta.
Una historia original de Juan Carlos Rueda Gómez
Basada en hechos reales.
Llegué a la cita en estado de preocupación y zozobra. Ella me había llamado a las cuatro de la mañana llorando, pidiéndome que nos reuniéramos lo más pronto posible. Lo primero que se me ocurrió fue llevar un reproductor de música para hacerle escuchar una canción que compuse hace algunos años y fue grabada por el Grupo Star de Alberto Barros con la voz de “Moncho” Santana, titulada “Se va tu vida”, escrita a partir de varias conversaciones con una prostituta. Albergo el deseo de que sirva para que reflexione un poco sobre su situación. Después del saludo le paso los audífonos y le pido que escuche:
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Siempre estás ahí…
…dispuesta
marco tu teléfono y
contestas
Hoy con uno, mañana con otro
pasado mañana con quién
quién sabe
con quién andarás
quién sabe
con quién amanecerás
quién sabe
con quién anochecerás
De un manotazo se quita el auricular y me dice: si viniste a darme sermones, me largo, ¡no joda!
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Logro calmarla y la invito a tomar un poco de café con un croissant. Se tranquiliza pero aparta los platos torpemente con su mano temblorosa y empieza a hablar entre moqueo y moqueo. Sabe que voy a escribir su historia y sé que eso es lo que en el fondo quiere. Tal vez para que no le suceda lo mismo a otras jóvenes que se dejan encantar por la vida aparentemente fácil de la prostitución.
Lo único que me exige es que no publique su nombre. Ni siquiera el que adoptó desde que se convirtió en criatura de la noche y empezó a rodar de cama en cama dejando a trozos su vida, su hermoso cuerpo y sus sueños juveniles de modelo y bailarina, cualidades que siempre la destacaron entre sus compañeras de colegio en el que era la líder a la hora de montar una obra de teatro o un desfile de modas. No solo las dirigía sino que desplegaba toda su innata destreza para maquillarlas de una manera inusual pero muy creativa. Y hasta le alcanzaba la energía para desfilar y actuar.
Convenimos llamarla ‘A’. Es la inicial de su nombre verdadero y también del ficticio con que la conocen sus clientes habituales en las noches barranquilleras.
Su “primera vez” en el sexo no pudo ser más dolorosa. Es que fue con un tío político, borracho y drogado y ella solo tenía ocho años de edad. Con el agravante de que le tocó seguir soportando durante otros siete esa crueldad, al menos dos o tres veces por semana, sumándole una buena ración de golpes cada vez, generalmente en el bajo vientre o las costillas, donde no se le vieran los moretones posteriores. Una especie de anticipo de lo que le pasaría si lo denunciaba.
Fue por eso que nunca se lo contó a nadie. Su mundo se reducía a esperar indefensa cada mañana a que el villano entrara a su cuarto, luego de que su tía saliera a trabajar. La sacaba cargada y la llevaba a la alcoba matrimonial, donde saciaba sus más bajos instintos usando su frágil cuerpo de niña antes de llevarla al colegio, en cuya puerta la despedía con un amoroso beso y una generosa merienda.
El drama duró hasta poco después de cumplir los quince años, los que le celebraron en una pomposa fiesta, con vestido rosado de princesa y corte incluida. Todo costeado por su abusador, por supuesto. Pero dos días después le cobró con altos intereses, usando su frágil cuerpo por largas horas y de todas las formas posibles. ‘A’ quedó tan maltrecha por la violación anal que estuvo por varios días caminando con dificultad y sangrando. Le tuvo que decir a su tía que se había caído en el colegio mientras jugaba con sus compañeras.
Nunca lo denunció porque sabía que no le creerían y terminarían estigmatizándola como embustera, además de coqueta y provocadora. Su suplicio terminó el día que “al hp lo mataron, si no, quizá todavía estaría soportándolo. Es que él era un tío generoso con todos los parientes, el que pagaba los paseos a la playa y las fiestas con whisky, mucha comida, mariachi y conjunto vallenato. Con esas vainas ganaba admiración y respeto. Nadie en mi familia hubiera dado un peso por mi palabra. Habría quedado como una mierda, como una arrimada desagradecida, que además de que él y mi tía me estaban criando con todas la comodidades y pagándome colegio privado, era capaz de calumniarlo. Mi única salida era fingir placer para que no me golpeara tanto. Pero algo muy raro pasó porque terminé convirtiendo el dolor en placer y ahora solo disfruto del sexo en actitud masoquista, necesito que me golpeen para poder tener un orgasmo”
Me lo cuenta desde la nube oscura en que está flotando hace tres días con sus noches. Subió a ella por una escalera de polvo blanco, no de peldaño en peldaño sino de “pase en pase” de cocaína. A pericazo limpio.
Los cimientos de su desgraciada vida se empezaron a construir cuando ‘A’ tenía siete años y su mamá, tras separarse de su esposo, inició una nueva relación con un hombre joven que no aceptó mantener a una hija ajena y ella decidió dársela a criar a una hermana casada con un hombre tosco y gritón, que siempre tenía dinero aunque no se sabía a qué se dedicaba. “La bellaca de mi madre prefirió tener un man joven que le diera por donde le gusta antes que criarme. ¿Entonces, pa´que me parió, ¡echeee!”, dice con rabia.
Justo al día siguiente del sepelio de su verdugo escapó de la casa y se fue a vivir donde una compañera de colegio que la escondió durante dos semanas hasta que su mamá la encontró y la llevó de nuevo a vivir con ella. Pero ‘A’ no se amoldó a su estricta disciplina. No quería otra prisión. Además, el nuevo marido de su mamá –el cuarto desde que se separó del papá de “A”- no desperdiciaba ocasión para mirarla con morbo y se le metía al cuarto sin avisar, además de que era “muy cariñoso” cuando la abrazaba o simplemente la tocaba con cualquier pretexto.
Por eso asumió un comportamiento rebelde. Se volvió respondona y no aceptó la autoridad de su nuevo padrastro. Era la forma de desahogarse por los ocho años que soportó lo insoportable sufriendo en silencio las más de setecientas veces que su tío político partió en pedazos el cristal de sus ilusiones infantiles.
Cuando su madre se sentía impotente para mantenerla en casa, la golpeaba con lo primero que tuviera a la mano. No hubo escoba, correa, cable de plancha, chancleta o zapato, que no cayera sobre su hermoso pero delgado y endeble cuerpo de adolescente.
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Como no acepta ponerse de nuevo los audífonos le tarareo en voz baja la canción pero se tapa los oídos y me dice masticando las palabras con rabia:
“Ñeeeerrrdaaaa... ¿qué…vas a seguir jodiendo con esa vaina?
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Otra vez la apaciguo y me cuenta que aceptó terminar el bachillerato pero mientras lo hacía siempre estuvo en la búsqueda de emociones fuertes. Fue así como se integró al “combo de las terribles”, un grupo de seis muchachas de su edad que estaban conectadas con un chulo de barrio que les conseguía clientes y les enseñó a emborracharse por vía vaginal introduciéndose tampones empapados de licor. De esa manera nadie se daba cuenta.
Los “servicios” los prestaban en horas de la tarde cuando se reunían con el pretexto de hacer tareas en grupo. Se citaban en la casa de alguna de ellas y se cubrían entre sí para que el novel proxeneta las llevara de una en una a bordo de una moto a algún lugar cercano para atender a sus clientes. No les pagaba mayor cosa pero a ellas no les importaba. Lo hacían por el mero placer de trasgredir las normas y se sentían felices por estar haciendo algo prohibido. Con lo que ganaban se compraban atuendos puteriles: ropa sensual, lencería fina y perfume. “En eso es que las putas nos gastamos la plata”, dice. Todo lo guardaban en un escaparate secreto que tenían en lasa donde se reunían. Lo llamaban el “armario de la guerreras”.
Uno de los clientes de ‘A’ fue un jovencito de diecisiete años cuyos padres vivían en Estados Unidos, a donde se habían ido a buscar “el sueño americano” y compensaban su ausencia dándole todos los gustos y mandándole buenas cantidades de dinero. Desde la primera vez que tuvieron sexo, la “traga” fue total de parte y parte. Se convirtió en su novia pero también en su juguete sexual. Además, fue quien le dio a probar la marihuana, luego las “pepas” y por último la cocaína.
“Era una vaina tan bacana que me hacía olvidar el abuso que sufrí por tanto tiempo. Me daba fuerzas para soportar las palizas de mi mamá y me inspiraba para ganarme el hijueputa diploma de bachiller que le prometí a ella. Lo único que me obligaba a estar en su casa. No veía el día en que se lo pudiera tirar en la cara para largarme de ahí y que no me jodiera más”, me cuenta después de ir al baño de la cafetería donde estamos conversando.
Allí seguramente se metió otro “pericazo” porque ahora es más evidente su “festival de muecas”, como se dice en el argot de los adictos. La más notoria es la masticación en seco tratando de disimular el chirrido de los dientes al frotarse. A ratos opta por morderse de manera compulsiva el labio inferior por dentro hasta hacerlo sangrar. Tanto que ya se le nota la inflamación. Saca un frasco de ungüento mentolado, unta el dedo meñique de su mano derecha y lo introduce en sus fosas nasales irritadas para frenar la mucosidad que no ha podido detener con el pañito húmedo que ha estado usando desde que llegó. De pronto, se suena duro la nariz y me muestra lo que le salió: una mezcla de mocos claros y sangre. Es el resultado de tanto perico que ha consumido. Me mira triste, abatida, angustiada, con los ojos enrojecidos y perdidos detrás de una maraña de ojeras y párpados inflamados.
Confieso que me preocupa que llegue de pronto la policía y la vea así, pida documentos y descubra que es menor de edad. Lo primero que van a pensar es que soy su “jíbaro”, el man que le vende el “perico”. O lo peor, que soy su chulo, o su manager, como le llaman ahora.
Estamos aquí porque me llamó llorando a las cinco de la mañana suplicándome que me reuniera con ella. Me dijo que estaba con ganas de tirársele a un Transmetro o de tomarse un veneno o a inhalar cocaína hasta morir de sobredosis pero le faltaba valor para hacerlo. La calmé y le di la dirección de la cafetería donde suelo desayunar todos los días. Después de tomarme tres cafés pensé que no llegaría pero me llamó al celular diciendo que ya estaba cerca, que estuviera pendiente para abrirle la puerta del taxi y darle la mano porque temía no poder caminar sin apoyo. Y así fue. Temblaba como el flan de un famoso comercial de televisión de los años setenta.
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Insisto en ponerle la canción en un vano intento por motivar una reacción positiva:
Si tú andas como la brisa
vendiendo de prisa
besos y calor
aceptando con tierna sonrisa
cálida y sumisa
al mejor postor
Escucha resignada pero me pide que la detenga. __Si así es como piensas ayudarme, no vas a poder. No quiero nada que me recuerde la porquería que soy.
Acepto poner pausa de nuevo.
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La conocí hace varios meses cuando pasó por mi casa con un amigo mío que me la presentó como su novia. Unas horas después me mandó invitación de amistad en Facebook. Su perfil en la red social es similar al de cualquier joven de su edad; con fotos de sus actividades en paseos, otras de recuerdos estudiantiles y uno que otro video de reguetón y vallenato de la nueva ola en su muro. Esa misma tarde chateamos y me aclaró que mi amigo no era su novio, que ese sólo era un plante, que su traga verdadera es un hombre casado, mucho mayor que ella, con el que se ve de vez en cuando pero sabe que es un amor imposible. En los días siguientes se conectaba a cada rato y las conversaciones eran cada vez más largas. En esos momentos no imaginaba a qué se dedicaba esta linda y tierna adolescente.
La verdad es que me pareció una niña normal, como tantas que uno ve a diario en los centros comerciales comiendo helados o vitriniando. Es imposible imaginar qué clase de vida llevan realmente. Sin embargo, un día me dijo que quería que nos encontráramos porque me había tomado confianza y le parecía la persona correcta para contarme algo muy grave que le estaba sucediendo; que veía en mí al padre que nunca tuvo porque el suyo se separó de su madre cuando ella tenía cuatro años y nunca más se preocupó por ella. Logré persuadirla de que me anticipara algo y me lo soltó sin anestesia: “soy puta desde hace rato y estoy enviciada en el perico”. Y se desconectó enseguida. Busqué ansiosamente hablar con ella en los siguientes días pero no apareció en mi pantalla. Como no tenía su número de celular no hubo más remedio que esperar a que se volviera a conectar pero no volvió a hacerlo. Le dejé varios mensajes pero no respondió ninguno. Hasta hoy, que recibí su angustiosa llamada.
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Ahora es ella quien quiere volver a oír la canción. Se concentra y escucha con atención. Para mi sorpresa, me pide que le repita una estrofa que, según me dice, se ajusta perfectamente a su cronología puteril:
Desde tus dieciséis años
pusiste tu cuerpo en subasta
ya nada te basta
no puedes parar
sabiendo que te haces daño
sabiendo que en el futuro
vendrá lo más duro
y lo lamentarás
“La única diferencia es que yo empecé a los quince” me dice con tono burlón.
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En este punto soy yo quien pone pausa y le pido que volvamos al tema de su cliente-novio-jíbaro. Con todo el desparpajo y acentuando sus palabras con la alegría fugaz de los buenos recuerdos y una sonrisa melancólica, me cuenta que “él era tan especial, tan dedicado a mí que le obedecía en todo lo que me pedía. Es que lo hacía con tanta ternura, mirándome con sus ojitos chiquiticos, llenos de amor. Por eso me ‘tiré’ a todo su combo, a todos los complací pero era por complacerlo a él. Un sábado eché doce polvos con ellos. Me le volé a mi mamá bien temprano y estuvimos dándole a la vaina hasta las nueve de la noche. Rompimos el record. Por eso no me dolió ni mierda la paliza que ella me dio cuando regresé a la casa toda bartola y borracha.
¡Eche!, si eran sus ‘llaves’, eran mis ‘llaves’. ¿O no. Dime tú? Y yo por él hacía lo que fuera. Ese pelao me rayaba el vidrio, me movía el piso, me estremecía toda. Nunca le negué nada. Pero el man se metió en películas raras. Con la plata que le mandaban los papás se puso a negociar con perico y empezó a meter también y me lo dio a probar a mí y a su combo. Pasábamos tardes enteras dándonos por la nariz. Por eso se descuadró en las cuentas. Era más el perico que gastábamos nosotros que el que vendía. Hasta que una noche lo baliniaron unos manes a los que les debía un billete largo. Yo iba con él en la moto. No sé ni cómo me salvé.
¡No jodaaaaa..tronco de ‘leche’ la mía. Ni una bala me rozó siquiera. Volví a nacer. Me abrí de ese ‘parche’ y me puse a estudiar con juicio pa’ ganarme el cartón de bachiller pero estaba bastante caída y por más que me jodí, casi pierdo el grado once. Menos mal que yo conocía las debilidades del profesor de matemáticas, que era la materia más dura para mí y le enfilé toda mi artillería. Empecé tirándole ‘bocaditos de calzón’, con cruzadera de piernas y tal, pero qué va. El man no comió de eso y me tocó ganarme la nota ‘adelantando cuaderno’ toda una tarde con él en un motel por los lados del Puente Pumarejo. Le serví ‘los tres platos’ bien servidos. Lo dejé tan feliz que, si hubiera podido, pendejamente me hubiera dado un 11 en vez del 10 que necesitaba”.
En este punto sí tengo la seguridad de que la ida al baño no fue a orinar precisamente. Su lenguaje es cada vez más coloquial, más relajado o más burriqueto, como se dice en el lenguaje popular del Caribe para referirse a la jerga de los drogadictos, burros, bartolos o coletos.
Pero llega el momento del aterrizaje forzoso. Hay que bajarse de esa nube en que anda y poner los pies en -aquí debo ser crudo en mi lenguaje - su malparidez, su hijueputez actual. Y perdonen si no encuentran esos términos en ningún diccionario. Son palabras forjadas en la fragua de nuestra cruel realidad citadina llena de mierda y mentiras.
Por fin se decide a narrarme el momento actual que vive.
Manuela, la proxeneta para la que trabaja desde hace varios meses, la acogió “como a una hija” y le brindó hospedaje en su casa, que funciona legalmente como una pensión para universitarias pero realmente es el “corral de sus novillas”, que ofrece a precios que van desde los cien mil pesos por una hora de sexo hasta dos millones por un fin de semana completo. De ahí toma el treinta por ciento pero les descuenta por la derecha el valor del hospedaje, la comida, la ropa, el maquillaje de catálogo y hasta los servicios de peluquería que les presta una pariente de ella.
Hace tres días Manuela negoció a “A” con un gringo drogadicto que ni siquiera le abre las piernas para disfrutar de su sexo juvenil. Solo quiere que lo acompañe ‘a meter’. Y por cada pase le paga veinticinco mil pesos, fuera de los quinientos mil diarios por la compañía. A ratos le pide que sea tierna y amable con él, acariciándolo y consintiéndolo ‘cuando le entra la llorona’. Hasta le ruega que le dé la comida en la boca ya que el temblor de sus manos le impide hacerlo por sí mismo. Estuvieron encerrados durante setenta y dos horas en una suite con jacuzzi de un lujoso hotel. Durante ese tiempo ella consumió veinte dosis de cocaína y sufrió tres ‘pálidas’ o bajas de presión arterial. Para contrarrestarlo se tomó unas diez bebidas energizantes de la más fuertes.
Aunque sólo tiene diecisiete años, su cara maltratada por la noche, el trajín sexual y la droga, la hacen ver de más de treint. Eso le ayuda a entrar en cualquier establecimiento como si fuera mayor de edad. De todas maneras, en la cartera lleva una cédula falsa que Manuela le consiguió por cien mil pesos, suma que ‘A’ pagó en especie, claro, en una acostada con el que hace esos documentos.
Esa misma Manuela es la que la tiene en igual situación a la que vivió desde los ocho hasta los quince años: prisionera. Porque le retiene el dinero que sus clientes pagan por cada polvo y gran parte se lo paga con polvo. Con polvo blanco. De ese que vuela por las fosas nasales y llega hasta el cerebro creando un éxtasis fugaz y mortal, obligando al adicto a aumentar las dosis y la frecuencia de consumo. Su proxeneta es la nueva abusadora, su actual verdugo. Y la está matando poco a poco, pase a pase, así como se está matando ella misma, que está ‘empericada’ casi todo el tiempo.
‘A’ vive con la angustia de terminar algún día como muchas chicas que empezaron en la grandes ligas de la prostitución y poco a poco se fueron deteriorando y depreciando, empezando a bajar en la escala del mercado. Cuando ya no las recibe ningún proxeneta del norte de la ciudad, empiezan a rebuscarse por su cuenta llamando a los clientes que han conocido pero la mayoría de ellos ya no están interesados en viejas prematuras y menos si están montadas en la patineta de la droga.
El siguiente paso es irse al parque de los dos nombres, el “Suri Salcedo”, que está en la calle setenta entre carreras cuarenta y seis y cuarenta y siete. Pero a partir de las siete de la noche se convierte en el “Puti Salcedo”, porque se llena de mujeres ajadas y trajinadas en este oficio, que ofrecen lo que popularmente se conoce como “los tres platos”: sexo oral, anal y vaginal, hasta por cincuenta mil pesos, incluyendo el costo de la habitación por una hora.
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Me vuelve a pedir que le ponga la canción y escucha sonriendo socarronamente:
De cama en cama se va tu vida
desordenada, desorientada
de cama en cama se va tu vida
desordenada, desperdiciada
“Hey, la madre que parece que tú me estuvieras siguiendo de polvo en polvo. ¡Jueputa. Qué vaina tan exacta! Hay días en que amanezco tan embalada que no sé ni quién soy, ni donde ni con quién estoy. Mucho menos pa’ dónde carajos voy.
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Sin embargo, ahí no termina el descenso hacia el abismo. Faltan varias escalas más.
La siguiente es el parque de los cinco nombres. Es el que durante varias décadas se conoció como el “Parque de los Locutores”, donde está el busto de Elías Pellet Buitrago, fundador de la primera emisora comercial de Colombia. Hace algunos años, un alcalde de ingrata recordación mandó a poner allí una escultura que muestra una mano de mujer y una masculina, unidas por un gigantesco tornillo con tuerca y guasa y se convirtió en el flamante “Parque de los Enamorados” pero en el lenguaje popular se le denomina el “Parque de las manitos”.
Los alrededores están poblados de bares, cantinas, casinos, moteles lujosos, tabernas, billares, hoteluchos de mala muerte y ollas de vicio, por supuesto. Un espeso caldo donde se sancochan impenitentemente y a fuego alto muchas vidas venidas de muchas partes. Entre ellas las de decenas de prostitutas en decadencia, lo que le ha dado a esta pequeña manzana, diagonal a una moderna estación del Transmetro y a solo tres cuadras del comando central de la policía, su cuarto nombre: “El parque del coyesterol”, precisamente por la cantidad de coyas, como se le llama aquí a las meretrices, que pululan noche y día ofreciendo sus marchitos cuerpos por cualquier cosa con tal de sobrevivir. Esas mismas que ahora han convertido el lugar en uno de los más peligrosos de la ciudad dándoles escopolamina o burundanga a sus clientes. Son numerosos los casos de borrachos coyeros que han llegado allí a buscar un rato de placer y han amanecido desnudos con el ‘disco duro borrado’ en algún callejón de los alrededores. De ahí surgió la quinta denominación: “Burundanga Park”.
‘A’ me cuenta que ya se enteró de que una antigua compañera de colegio y rumbas vespertinas, del “combo de las terribles”, que se dejó preñar por dos hombres diferentes, ya está allí, rebuscándose para pagarse el vicio del bazuco y medio mantener a sus hijos sin padre.
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Aprovecho para volver a poner la canción y le pido que escuche con atención:
Cambia que aún es hora
porque en el mañana
los que hoy tu cuerpo devoran
te llamarán pecadora
“Esa vaina sí es verdad. Uno de los pelaos con los que estuve en aquellos tiempos locos del ‘combo de la terribles’ se puso a boletearme en el Facebook y tuve que buscarlo y meterle un parón. Lo entrompé y le dije que ya tenía marido, y que si seguía de bocón lo iba a mandar a joder. Hasta ahí le llegó la maricada”, me dice con la satisfacción de quién logró hacerse respetar.
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La estación final de las mujeres que creen llevar una vida alegre es la zona cachacal , un inframundo donde no hay una sino varias “calles del cartucho”. Allí viven o sobreviven los seres humanos que más bajo han caído en la escala social. Los que tienen la peor salud física y mental. Paradójicamente, es un sector ubicado en los alrededores del Hospital General de Barranquilla, en pleno corazón del barrio San Roque.
Sus calles, callejones, pasadizos, recovecos y cascarones de viejas casonas republicanas de la floreciente Barranquilla de mediados del siglo pasado están pobladas de espectros diurnos y nocturnos que deambulan en medio de la nebulosa atmósfera de la droga, el licor y la indigencia.
Pero lo que consumen estos despojos con cédula no es cocaína, ni siquiera marihuana de buena calidad.
Lo que abunda es el bazuco y en el mejor de los casos el patrasiao, que no es más que la cocaína bastarda, la de baja calidad, que, para que no se pierda, la someten a un reverzaso químico mezclándola con varios ácidos y polvo de ladrillo, es decir, “la echan pa’ trás” y la acercan al bazuco, según me contó un músico que estuvo consumiéndolo durante varios años. Ese polvo lo mezclan con cigarrillo, al igual que el bazuco pero cuando se quiere lograr una traba más fuerte, se fuma con marihuana.
Para quienes no quieren trabarse en seco hay un coctel elaborado con alcohol antiséptico –sí, el que es impotable y exclusivamente para uso medicinal- y refresco en polvo. Cuando no hay ni para eso, entonces se apela al pegante líquido o bóxer, que en Medellín llaman sacol, el que inhalaban lo muchachos en la famosa película de Víctor Gaviria, La Vendedora de rosas.
Allí es donde se ven deambular, en medio de la basura, las aguas servidas que brotan de las alcantarillas rotas y los perros hambrientos, decenas de mujeres que no pasan de los treinta y cinco años pero que en su rostro cadavérico y prematuramente arrugado, muestran las huellas de muchas noches en vela, moteles recorridos, camas empapadas con el sudor de sus espaldas, muchas dosis de cocaína, marihuana y bazuco, galones de licor consumido y sobre todo, muchos sueños e ilusiones que se quebraron en pedazos o se fueron para nunca volver.
Suena su celular. Contesta. “Ya voy… ¿al mismo hotel? Ok, en diez minutos estoy allá. ¿Tienes cosita rica, de la que me gusta? Si no tienes, búscala, porque si no, me devuelvo. Me esperas en la puerta y me pagas el taxi. Son cien mil barras por el rato. Y al despedirse me dice con voz enredada, apelotonada: “la ‘A’, es lo único que queda de mí y de mi alma. Lo demás se volvió mierda”. Y me quedo ahí, nadando en un pantano de mierda, sin saber qué será de ella.
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