domingo, 25 de agosto de 2013

Clemente Echeverría, el guardián de la iconografía popular


Textos y Fotos por Juan Carlos Rueda Gómez 
vamosenmovimiento@gmail.com

Especial para Revista Latitud de EL HERALDO



Clemente Echeverría Llanos, a la entrada de su casa museo, en Sincelejo. Es hijo del célebre intelectual Vidal Echeverría, quien vivió en Galapa, Atlántico.

No soy de dedito parado sino de pata alzada”, le dice a manera de disculpa a todo el que llega a la vieja casona del barrio Pasacorriendo, de Sincelejo, a comprarle o venderle antigüedades. Es la justificación que da Clemente Echeverría Llanos a su particular manera de montar la pierna izquierda en un banco de madera, a la altura del corazón, para que la sangre fluya normalmente y evitar que se acentúen las secuelas de la tromboflebitis que sufrió hace veinte años y le impide permanecer de pies por más de diez minutos.

Podría durar semanas enteras hablando de sus correrías por pueblos, caseríos y veredas buscando objetos viejos o en desuso, a los que sus dueños remplazaron por otros más modernos, pero que para él tienen un valor inmenso, más que comercial, cultural, porque si algo sabe Clemente Echeverría Llanos es definir qué incidencia en la vida de los habitantes de cada región colombiana tuvo cada utensilio, aparato o pieza arquitectónica, venidos a menos por el avasallante paso de la modernidad, que se convirtieron en estorbo o terminaron en la oscuridad de ese indigno lugar llamado popularmente ‘El cuarto de San Alejo’. Y lo enfatiza diciendo: “Casi todo ha sido remplazado por el vulgar y detestable plástico”.

Espadas de hierro, forjadas en yunque, a golpe de martillo, utilizadas durante
 la guerra de independencia de Colombia a comienzos de 1800.
 Con ellas, Clemente parece proteger su casa museo

Su conversación no aburre, por el contrario, fascina escucharle hablar con pasión, propiedad y buen lenguaje, de cosas tan simples como la utilidad que tuvo en su momento una olleta de bronce fundido para hacer chocolate, usada hace 170 años en Santa Fe de Bogotá, cuando la vasijas de barro empezaban a ser desplazadas.

Desde los albores de su adolescencia se ha dedicado a una tarea que debería hacer el estado: rescatar y preservar la memoria histórica y cultural contenida en miles de objetos utilizados a lo largo del tiempo en la vida cotidiana. Lamenta no haber tenido el tiempo ni la disciplina para hacer una documentación técnica y legarla a las nuevas generaciones. Pero aún hay tiempo. Él mismo es un documento vivo, una biblioteca, un tratado de lo que podríamos denominar cultura de la objetología popular.


Empezó a en 1960, aupado por su padre, Vidal Echeverría, el insigne poeta, pintor y pensador surrealista, quien lo mandaba a recorrer los pueblos en busca de antigüedades para su colección privada, que de vez en cuando menguaba vendiéndoles piezas valiosas a sus amigos ilustres, como Julio Mario Santo Domingo o Álvaro Cepeda Samudio, solo para sobrevivir, nunca como ejercicio comercial.


Vidal Echeverría, poeta del grupo Barranquilla


“Mi padre fue miembro activo del Grupo de Barranquilla, era el único poeta”, recuerda Clemente, mientras reacomoda su pierna enferma en el butacón. Lo que pasa es que a él no le gustaba figurar. Uno de sus grandes amigos era Cepeda Samudio. “Recuerdo que muchas veces, cuando los fondos de mi papá eran escasos, yo pasaba por la oficina del escritor y siempre me daba para una suculenta merienda”, dice con una mezcla de nostalgia y alegría, evocando la Barranquilla donde nació el 8 de enero de 1946, de la que partió hace más de cuarenta años.

A Clemente Echeverría no le ha hecho falta inventarse un mundo surrealista como lo hizo su padre, Vidal. El surrealismo le ha tocado vivirlo irremediablemente. Mientras su padre vivía inmerso en sus fantasías, hablando y pensando como español, lo que incluía girar dinero para ayudar la causa antifranquista en la guerra Civil Española de finales de los treinta, a Clemente le bastó comenzar a recorrer el universo caribe para sumergirse en escenarios irreales pero a la vez tangibles, de los que inexorablemente quedó impregnado y se le nota en su forma de expresarse, con verbo rico, fluido, y generalmente con una carga de amargura y humor cáustico, del que no escapan gobernantes, amigos ni familiares.

Fernando Echeverría, hijo de Clemente, restaurando
una olleta de bronce fabricada en 1840

Un saqueador de tumbas quería tumbarlo
“ Cuando decidí independizarme de mi padre, me fui a un pueblo que no puedo nombrar, para evitar problemas. Me habían dicho que allí había guaqueros de tumbas indígenas con los que podría conseguir objetos valiosos. Me alojé en un viejo hotelucho, atendido por un joven muy amable a quien le conté el motivo de mi visita. Me dijo que me conseguiría piezas valiosas, que él iría a una guaca que nadie más conocía. A eso de las tres de la mañana me despertó con sigilo para mostrarme el contenido de dos sacos que empezó a vaciar en el piso de la habitación. Quedé estupefacto al ver varias calaveras que se desparramaron a mis pies, en medio de un hedor insoportable.

Me mostraba los cráneos y me señalaba algunos dientes de oro, haciéndome ver que eran piezas valiosas. Obviamente, el tipo se había ido al cementerio del pueblo a profanar tumbas y me estaba haciendo cómplice de un delito. Le recordé que yo buscaba objetos indígenas, piezas con valor cultural, histórico y el avivato me dice: ¿Y esto qué es,…no ve que aquí todos somos indios?

Entré en pánico y de inmediato me fui al puerto y me devolví en la primera canoa que salió. A los pocos días salió en los periódicos la noticia sobre la profanación de tumbas en ese pueblo, entre ellas, la de la madre del alcalde. Afortunadamente allí nadie sabía mi nombre, si no, hubiera terminado en la cárcel”.

Encontró una santa de carne y hueso. 
A finales de la década de 1960, Clemente Echeverría se había especializado en conseguir santos de la época de la colonia tallados en madera, que eran muy bien pagados por los coleccionistas. En una de esas correrías terminó en San Andrés de Sotavento, Córdoba, enclave indígena zenú y allí encontró una santa de carne y hueso, Almeria Martínez, con quien formó su hogar y tuvo once hijos. Continuó con su oficio pero poco a poco la gran casona de madera donde vivían se convirtió en una especie de museo que fue adquiriendo fama a nivel regional y nacional, al cual llegaban personas interesadas en obtener piezas pero también antropólogos, sociólogos investigadores y estudiantes que hacían excursiones para conocer todo lo que allí había y a la vez nutrirse de los conocimientos del Loquito Clemente, como muchos le llamaban, porque no entendían que alguien se dedicara a esas actividades sin apoyo del estado. Incluso, hubo quienes se granjearon su amistad, con astucia de culebreros, para sustraerle piezas valiosas.

Vuelve a arroparlo el surrealismo.

Una pequeña muestra de los disímiles objetos del guardián de
la iconografía popular

“Sin proponérmelo, mi hogar se convirtió en el centro cultural que no tenía el pueblo”, afirma Echeverría. “Cuando crearon el cargo de Director de la Casa de la Cultura, pero sin construir una sede, me postularon para el puesto, con la condición de que aportara todo lo que tenía: mi casa, mi museo y mi biblioteca. Yo acepté a pesar de que solo pagaban el salario mínimo. Pero lo recibí como un reconocimiento. Me convertí en el primer director de una Casa de la Cultura en el mundo con centro cultural incorporado”, dice con marcada ironía.

“Pero lo más sui géneris de mi caso no termina ahí. A los pocos meses hubo unos movimientos politiqueros que terminaron con mi destitución y la designación de un remplazo. ¿Y a quién nombraron? ¡A un chofer de camión! Muy honorable, por cierto, pero que escasamente sabía leer y escribir. No contentos con eso, pretendían que ese señor despachara en mi casa, desempeñando una labor de la que no tenía ni la más remota idea. Es decir, que además de quitarme el cargo y el mísero sueldo, yo siguiera prestando lo que mi familia y yo habíamos logrado con tanto esfuerzo para que el municipio siguiera teniendo una flamante ‘Casa de la Cultura’, sin que les costara nada. Vidal, mi padre, creaba situaciones surrealistas. A mí me persiguen y me atrapan”, concluye con un dejo de resignación.

Máquina de escribir "Continental",
fabricada en 1890. Junto a una
 acuarela pintada por Vidal Echeverría


Sánchez Juliao lo reivindicó. 
A comienzos de 1990, Clemente se enteró de que el escritor David Sánchez Juliao estaba liderando un movimiento para el recate de la identidad cultural del caribe y de inmediato le mandó un telegrama invitándolo a San Andrés de Sotavento. Sánchez Juliao no solo aceptó sino que ofreció hacer un conversatorio gratis, que se convirtió en un acto multitudinario, con presencia del alcalde José Joaquín Ortiz. Antes de la charla, el escritor visitó la casa museo de Clemente y su familia, quedando impresionado con todo lo que vio allí y a la vez desconcertado por la injusticia que se estaba cometiendo. Al dar inicio al evento, lo primero que hizo fue hablar durante varios minutos de la gran labor de Clemente en beneficio de la cultura del Caribe y, frente a todos los asistentes, prácticamente le exigió al alcalde Ortiz que enmendara el error, lo cual fue aceptado, restituyendo en el cargo ante el aplauso general. Pero fue solo por unos meses. Esa fue una de las razones que lo obligaron a mudarse a Sincelejo, donde le es más fácil conseguir clientes.

“David Sánchez Juliao valoró como nadie mi trabajo", recuerda Echeverría.
“Gracias a él y a la gestora cultural Yelena Fuentes Urzola pude hacer una exposición en un encuentro que se realizó en Toluviejo. He tenido ofertas para seguir llevando mi museo a otros lugares pero me parece arriesgado porque tengo piezas muy valiosas que debo cuidar. Una de las piezas que más lamento haber vendido es el hierro con que marcaban el ganado del Cristo de la Villa de San Benito Abad. Es la prueba viva de cómo la fe movía no solo montañas sino grandes manadas de reses que los creyentes llevaban como ofrenda, y que convirtieron al Cristo Milagroso en poseedor de uno de los hatos más grandes de que se tenga memoria en Sucre y que nunca se supo en manos de quién quedó”, concluye, mientras se dispone a atender a una señora que insiste en comprarle una Victrola RCA Víctor, fabricada en 1906, de la que Clemente no quiere desprenderse porque en ella reproduce diariamente lo mejor de su colección de discos de 78 revoluciones por minuto, que tampoco están a la venta.



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