domingo, 28 de julio de 2013

Historias de vida en un mercado que se niega a morir


Textos y Fotos por Juan Carlos Rueda Gómez -

Especial para Revista Latitud de EL HERALDO





Foto: José Cordero
Ni la desidia oficial ha podido acabarlo.
Hace cien años, mientras el escritor bengalí Rabindranath Tagore recibía el Premio Nobel de Literatura, el presidente de Colombia Carlos E. Restrepo creaba la Intendencia de San Andrés Islas y se destapaban las primeras botellas de Cerveza Águila, Escudo, Gallo Giro y San Nicolás en la recién estrenada planta ubicada a orillas del Caño de Arriba, a menos de doscientos metros se inauguraba el primer mercado especializado de Barranquilla y Colombia.
Era el flamante Mercado de Granos, ideado e impulsado por un grupo de hombres cívicos encabezados por don Tomás Suri Salcedo, con el propósito de crear un recinto especializado en el expendio de cereales y granos en general.
Fue diseñado por el arquitecto Ángel González del Real, muy ecléctico en su fachada, en la que se destacan los arcos de estilo románico. Su techo supera los doce metros de altura, con el fin de darle frescura a la gran nave de dos aguas que albergaría a numerosos comerciantes, que con el pasar de los años cambiarían la destinación inicial y lo convertirían en una amalgama de productos que, paradójicamente, en su interior no incluye la oferta de granos ya que los comerciantes de este género están en la parte exterior, junto a los vendedores de pájaros.
Está rodeado de un cordón de ventorrillos improvisados con palos, cartones, esteras, hojalata y cuanto material sirva para demarcar un espacio en el que se pueda expender cualquier cosa con tal de rebuscarse la vida.
Los caños cercanos generan una constante corriente de hedores producto de la basura y aguas servidas que se arrojan en ellos sin que ninguna autoridad haga algo por erradicar ese foco de contaminación e insalubridad.
Daniel Patiño, veterano vendedor de queso.
Abundan las ventas de zapatos y ropa de segunda y hasta de tercera mano; queso, suero y mantequilla criolla; sacos de fique y plástico; canastos, vasijas de barro, capotes de maíz para envolver bollos, esteras y petates para dormir; esterillas para sillones de burro, sillas de montar a caballo; mechones de hojalata, faroles de todo tipo; escobas, cepillos, chinchorros, hamacas, alpargatas, abarcas, instrumentos musicales típicos; utensilios de cocina, masajeadores, anafes, sombreros para todos los gustos; artesanías, cráneos y cuernos de venado y hasta culebras para usar en medicina tradicional y ‘trabajos especiales’.
Quienes allí laboran persisten en sus actividades a pesar del abandono del edificio, el cual se mantiene en pie quizás por la sólida construcción de antaño, porque su actual aspecto de desaseo deja mucho que pensar de quienes tienen a cargo su administración.
A ello se suma el mal estado del techo, repleto de goteras, y la falta de mantenimiento en general, que se refleja principalmente en las desconchadas paredes que hace muchos años imploran una mano de pintura.
A pesar de todo lo anterior y de la poca o mala conducta que en materia de aseo observan los que por allí transitan y trabajan hay muchas historias de vida en este centenario mercado que se niega a morir.

La pionera de las artesanías.
Habla con la paz y la tranquilidad que solo dan los años bien vividos y la satisfacción del deber cumplido. Su día comienza a las cinco de la mañana cuando despierta en su casa del barrio Boston y, mientras cuela un delicioso café, va haciendo mentalmente la lista de los productos que debe encargarles a los artesanos de todo el Caribe, que le proveen de artículos de primera calidad; algunos de ellos, los mismos que desde 1956 le fiaron parte del surtido cuando decidió, en contra de la opinión general, ser la primera en vender artesanías en el tradicional Mercado de Granos.
Doña Carmen Pereira Contreras, a sus 84 años, recuerda el día que llegó a Barranquilla, en el convulsionado año 1948, a los pocos días del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Vino con su madre y tres hermanos, buscando nuevos horizontes luego de que su padre los abandonara a su suerte. Se acomodaron en un pequeño cuarto que les arrendaron en el barrio Montes.
Doña Carmen nació en Barrancabermeja, pero siendo niña su familia se trasladó a Ovejas, Sucre, de donde eran sus padres. Tenía diecisiete años y como no había estudiado mayor cosa era difícil conseguir trabajo. Al poco tiempo se casó con Ramiro Franco, empleado del almacén Ley, que instaló en esta ciudad en el año 1922 don Luis Eduardo Yépez.
Con el tiempo, el espíritu emprendedor de doña Carmen la llevó a alquilar un pequeño espacio en el Mercado de Granos, adonde iba varias veces a la semana a hacer compras para su hogar.
Empecé con una mesita de un metro cuadrado, recuerda en medio del sofocante calor. Ahí ponía cositas pequeñas, sombreros, adornitos, pendejaditas.
Los demás comerciantes se reían, pero la mayoría de las personas se fijaban en mi puesto, y, así fuera por curiosidad, se acercaban. Ahí era donde yo aprovechaba. Vendía barato, atendía bien. Como eran artículos de bajo precio, se gastaban conmigo los últimos centavos que les quedaban después de comprar lo que necesitaban para comer”, remata con una sonrisa cálida mientras da instrucciones al empleado que está acomodando mercancías en un estante.
Vendiendo pendejaditas, como dice doña Carmen, fue ampliando su negocio hasta unir cuatro colmenas o locales, dos de cada lado del pasillo. Luego de jubilarse, su esposo se fue a trabajar allí hasta su muerte, en 1980. Desde entonces, esta tierna mujer, de cuerpo menudo, ojos grandes y expresivos, y un trato tan suave como la tenue brisa que alcanza a entrar a la calurosa nave del mercado, se ha mantenido firme en su diario quehacer de más de diez horas.
No de otra manera hubiera podido sacar adelante a sus cuatro hijos, tres de ellos profesionales universitarios, sin importarle haber enviudado cuando ellos aún eran adolescentes. No quiso volver a casarse. Su único compromiso es con su diaria labor, que la ha hecho famosa a nivel nacional e internacional por la calidad de los sombreros, mochilas, abarcas, adornos e infinidad de artesanías que expende a compradores que vienen recomendados de países tan distantes como Alemania, Rusia o España.

Los Zabaraín, 100 años curando con plantas.

Yo le consigo la culebra pero me tiene que garantizar que no es para hacer magia negra ni brujería ni porquerías de esas”. Esto se lo dice Leandro Zabaraín Jr. a un cliente que ha pedido que le consiga una serpiente de las llamadas ‘bejuquillo’.
Es que yo aprendí de mi padre que uno no debe trabajar para hacerle mal a nadie, afirma enfático recordando a su padre, don Leandro Zabaraín Charris, un cienaguero que se crió en la Sierra Nevada de Santa Marta con los indígenas koguis, de los cuales obtuvo los conocimientos ancestrales sobre las propiedades curativas de las plantas. Por eso es que este negocio lo hemos mantenido desde el mismo día en que se abrió el mercado, en 1913.
Amansaguapos, para moldear temperamentos rebeldes; arrayán y árnica, para los golpes; anamú, para las infecciones; altamisa, para regular la menstruación; gualanday, para la circulación, los riñones y la diabetes; fique, para el colon, y muchas plantas más, que sumadas al aceite de tiburón, la manteca de caimán, león, tigre y armadillo; el cebo de chivo, la piel de boa y de cascabel y el polvo de huesos del cráneo del venado hacen parte de la larga lista de medicamentos naturales que Zabaraín Jr. ofrece en la centenaria colmena que heredó de su padre a la muerte de este en 1984.
“Pero no solo recibí el negocio. Lo importante es lo que le aprendí desde mis siete años, cuando venía a ayudarle a ordenar los mazos de hierbas y los frascos con las preparaciones. Así fue como obtuve la fórmula del jarabe de totumo, que nadie, ni siquiera los laboratorios más grandes, han podido igualar, dice con orgullo ofreciendo una degustación de este extracto, que contiene, además de la pulpa del totumo, eucalipto, anís en grano y estrellado, flor de tilo, borraja, sauco, gualanday, caraña, hojas y flores de calaguala, anamú, bejuco de cadena, resbalamonos y tres plantas más que solo yo conozco y no puedo revelar porque me piratean, dice entre risas mientras se dispone a explicarles a unas señoras el manejo de la hierba amansaguapos, para domar a un niño rebelde al que han expulsado de cinco colegios y no lo quieren recibir en ningún otro.
Todos los días vienen supuestos brujos y brujas a pedirme cosas que no tienen nada que ver con la medicina natural, dice en tono molesto Leandro. Yo no hice ningún juramento hipocrático como los médicos de universidad, pero el respeto a la memoria de mi padre me mantiene firme en mis principios, los mismos que él aprendió de los indígenas en la Sierra: todo mal que hagas o ayudes a hacer se devolverá multiplicado en tu contra.
A Zabaraín también le preocupa el futuro del Mercado de Granos. “No es posible que este lugar, que se ha sostenido un siglo, esté como está. Deberían declararlo monumento nacional y restaurarlo. Todos los que estamos aquí somos gente honrada, trabajadora. Aquí nadie es rico. Escasamente sacamos lo del sustento, pero si la vaina sigue así nos va a tocar cerrar los negocios.
Ya es hora de que alguien nos pare bolas porque estamos cansados de implorar que nos mejoren las condiciones para poder seguir trabajando, concluye con un dejo de amargura e impotencia.

Canastos, mochilas y abarcas de película.
Todavía era un muchachito de pantalón corto cuando Willman Solano Romero comenzó su vida de emprendedor. A los once años se unió a sus hermanos Eduardo, Félix y Maruja para montar la verbena Los Papines de Cuba, famosa en los años setenta, en La Cordialidad, cerca al barrio El Bosque.
Ya para esa época aprovechaba el tiempo que le quedaba libre de sus deberes escolares para ayudar a su padre, Félix Solano, atendiendo el puesto de venta de ropa usada en la entrada norte del Mercado de Granos.
Así le fue cogiendo el gusto al comercio y aprendiendo los trucos necesarios para desenvolverse en el ambiente del regateo de precios, tanto para comprar como para vender, observando siempre los preceptos que don Félix le enseñó: Todo el que viene aquí es por la extrema necesidad.
Quien viene a vender ropa usada es porque está urgido…y el que viene a comprarla, está peor. De ninguno de los dos hay que aprovecharse.
Por eso cuando heredó el negocio le fue relativamente fácil sacarlo adelante ya que tenía clientela de ambos lados, vendedores y compradores. Pero no se conformó con ese único rubro. Al poco tiempo amplió su espacio y empezó a agregarle toda clase de artículos.
Así fue llenando la estantería con mochilas, utensilios de madera para cocina, cucharas de totumo, estropajos, adornos en miniatura, sombreros vueltiaos y de diversos materiales; tinajas, materas y alcancías de barro, anafes y, sobre todo, abarcas, que son las de mejor calidad que se pueden conseguir en Barranquilla, dice con legítimo orgullo.
Su mayor orgullo es haberle suministrado a Ernesto McCausland la mayoría de elementos típicos utilizados para la ambientación de la película Siniestro, dirigida por el extinto cineasta barranquillero. No lo podía creer cuando él vino aquí. Ya era muy famoso por su programa Mundo Costeño y cuando lo vi me pareció increíble que una persona como él bajara hasta el mercado a comprar, recuerda Willman con emoción.
Estuvo casi dos horas escogiendo canastos, mechones, esteras, abarcas, en fin, de todos esos artículos que necesitaba para su película. Quedó muy contento porque eran iguales a los que se usaban en los años cincuenta, que es la época en que ocurrió la tragedia sobre la que él escribió la historia.
Lo único que lamento es no haberme tomado una foto con Ernestico, pero cada vez que veo la película aburro a los que están conmigo porque no aguanto las ganas de gritar: ¡Hey, ese canasto se lo vendí yo a McCausland...…ese sombrero también!
Pero es inevitable que en medio de la alegría que le producen esos recuerdos asome un gesto de preocupación por el futuro del mercado, el escenario en el que ha transcurrido la mayor parte de su vida y de la mayoría de sus amigos y colegas, a quienes considera como su verdadera familia, con quienes comparte más de quince horas al día.
Nos salvamos de una cipote inundación hace varios años, pero del abandono quién sabe cómo vamos a hacer para salir a flote, si no hay manera de que la alcaldesa o algún funcionario le meta mano a nuestros problemas”.
Ojalá alguien le mande un salvavidas a este puñado de colombianos honestos y laboriosos que madrugan día a día a mantener vivo el Mercado de Granos, que espera iniciar su segunda centuria, no como un anciano decrépito sino remozado y fortalecido.

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