Si hay un convenio o tratado internacional que despierte controversia es el de la extradición de nacionales a otro país. Quienes están a favor argumentan que es la única manera de que los narcotraficantes paguen por sus delitos.Por otro lado, quienes se oponen fervientemente, manifiestan que eso no ha servido para nada, ya que mientras haya consumo de drogas, especialmente en Estados Unidos, habrá carteles de la droga. Y rematan diciendo que es una humillación a la dignidad de un colombiano tener que someterse a las leyes de un país que no es el suyo, en un idioma que desconoce y defendidos por abogados de oficio que solo son una pieza de un engranaje injusto, que a su vez es un arma mediática de un sistema que se empecina en demostrar, sin resultados, qe es mediante la represión y no de la legalización del consumo, como se acabará con el negocio de las drogas.
Este tratado de extradición, mediante el cual las autoridades colombianas también se empeñan en mostrar efectividad, se ha convertido en el calvario de muchos compatriotas inocentes que han ido a parar a tétricas cárceles del país del norte, y, en el mejor de los casos, les ha tomado mucho tiempo, dinero y salud demostrar que son inocentes, tristes víctimas de los falsos positivos de las acciones resultadistas de la justicia colombiana, que más parece un apéndice de las cortes estadounidenses, a las que obedecen ciegamente sus órdenes.
Editorial Planeta acaba de lanzar un libro del escritor y periodista tolimense José Guarnizo, ganador del Premio Rey de España, titulado “EXTRADITADOS POR ERROR”, donde aparece, entre otras, la historia de dos humildes costeños, Gabriel Consuegra Martínez y su hijo Gabriel Consuegra Arroyo, el primero, vendedor de plátanos y el segundo, estudiante de enfermería, quienes fueron capturados el 12 de junio de 2005 en su humilde vivienda del barrio Villanueva, en la zona de los caños aledaños al sector de Barranquillita, en Barranquilla, Colombia y liberados 26 de noviembre de 2010.
Llama la atención la caratula del libro, con la imagen de la estatua de la libertad, con una cadena atada al brazo derecho, que se revienta, y sobre un fondo naranja que recuerda el uniforme de los presidiarios de las cárceles de USA.
Consuegra vendía, en la plaza de Barranquilla, plátanos y ñames en una carreta
Por: JOSÉ GUARNIZO
Capítulo 1 de "Extraditados por error"
La noche en la que iba a conocer a la mala suerte, Gabriel Consuegra Martínez se quedó dormido en calzoncillos, estirado barriga al aire como una lagartija sobre el sillón de la sala que daba a la ventana de la calle. Al amparo de su pecho descubierto y huesudo, Consuegra había querido asegurarse de que en la madrugada ni los ladrones ni el aguacero bíblico que caía a esa hora sobre Barranquilla fueran a meterse por entre el vidrio roto de la ventana. Pero a eso de las cinco de la mañana, sobre la punta despicada del cristal que Consuegra celaba con sus ronquidos, no aparecieron ni la lluvia ni la mano ladrona, sino el cañón de una pistola nueve milímetros que comenzó a buscar con su ojo algún movimiento en la penumbra.
Quién sabe en qué sueño se encontraba atascado Consuegra esa noche del 12 de junio de 2005, ni qué habrá pensado en el momento en el que, al escuchar las primeras patadas a la puerta, asomó la cabeza y vio cómo la mira de la pistola enfocaba su cara aterrorizada.
Ya era domingo. Consuegra estaba a esa hora en casa con su mujer y con Ñoño, un hijo también llamado Gabriel que por aquella época cursaba tercer semestre de enfermería. El barrio Villanueva de Barranquilla, acostumbrado al intolerable hedor de las alcantarillas, que como esa noche vomitaban agua como si las tuberías se hubiesen indigestado con la mierda que baja por las cañerías, fue escenario de un operativo en el que también hizo presencia un helicóptero.
Ñoño se adelantó y abrió la puerta. Varios agentes del DAS y dos gringos que dijeron trabajar con la DEA irrumpieron en la sala. En el acto procedieron a amarrarle las muñecas por la espalda, con unas esposas de plástico con corredera.
Los agentes también esposaron a Consuegra padre y lo sentaron en una silla, junto a su hijo, mientras otros hombres esculcaban los rincones de la casa, como buscando algo muy importante que no les era dado revelar. Las requisas continuaron hasta el patio, donde estaba parqueada la carreta de madera que Consuegra debía arrastrar al día siguiente hasta la plaza de mercado de Barranquilla, para vender plátanos, ñames, y alguna que otra yuca. Parecía haber una fijación especial de los agentes sobre los plátanos, puesto que los revisaron uno a uno, agitándolos y pelándolos indistintamente, luego de lo cual los tiraron para seguir buscando.
Uno de los hombres de la DEA les dijo, con un acento que se asemejaba al de los puertorriqueños, que tanto Gabriel padre como Gabriel hijo estaban siendo capturados con fines de extradición. Ñoño soltó una carcajada.
Petrona Arroyo, esposa de Gabriel, una mujer cuyo rostro pareciera haber sido el molde de una máscara indígena zenú, lloraba delante de un agente que le insistía en que no se preocupara, que si su esposo y su hijo aclaraban la situación –si es que había algo que aclarar–, inmediatamente los dejaban libres.
Sentado en el sillón, esposado, Consuegra padre parecía más viejo de lo que realmente era. Si bien en diez días cumpliría 55 años, las arrugas ya marcaban zanjas alrededor de sus ojos y de su frente, parecido a lo que ocurre cuando un río se seca y sobre el lodo no quedan más que grietas sinuosas y delgadas. Con los años, la boca de Consuegra se había ido quedando sin dientes. Apenas dos piezas amarillentas pendían de la encía superior, mientras que algunas cuantas astillas desordenadas brotaban abajo, asidas de la carne quizá ya casi a punto de caerse. Pero lo más notorio de la vejez apresurada de Consuegra era esa pelusa blanca que le había comenzado a tupir la cabeza, redonda y picuda como los huevos duros que en las calles de Uribia venden para matar el hambre.
Antes de que se los llevaran, uno de los agentes del DAS le dijo a Margarita que les alistara ropa para el frío. Era difícil en ese momento caer en cuenta de que ni Consuegra ni Ñoño habían salido jamás de los límites de la costa Atlántica. A lo más lejos que el viejo había llegado en su época de pescador era por allá por Magangué, por Talaiga Nuevo, Cicuco, esos pueblitos del sur de Bolívar mojados por la ciénaga, donde una chaqueta o una ruana tendrían el mismo sentido que una atarraya o una chalupa en la avenida séptima de Bogotá.
Antes de que lo subieran a la camioneta, Consuegra le alcanzó a clavar un beso a Petrona, que seguía en estado de shock. El carro arrancó y detrás, las motocicletas. Dentro de la jaula, Consuegra recordó que aquellos lamentos de Petrona eran los mismos que le había escuchado treinta años atrás, el día que se les perdió Albertina, su primera hija.
Por esa época, Consuegra era pescador en Pinillos, un municipio de Bolívar rodeado de ciénagas, por cuyo costado derecho baja impetuoso el río Magdalena. Era 1976 y Albertina, que tenía nueve años, se fue con una ollita en la mano a sacar agua del río para regar unas matas que Petrona, recién parida de otro muchachito llamado Jiño, le había ayudado a sembrar. En total, Consuegra tuvo ocho hijos, siete con Petrona, más una niña que cierto día y como por arte de magia trajo una cigüeña. Eso sí, una cigüeña de buenas piernas por la que Consuegra, en un error no calculado, se dejó tentar.
Faltaban veinte minutos para las cinco de la tarde cuando Consuegra regresó de su faena de pesca y preguntó por Albertina, pero nadie le dio razón. El cielo comenzaba a cerrarse. Desde la otra orilla, es decir, desde Conyongal, que viene siendo ya un corregimiento de Magangué, vino un pescador a decir que horas antes había visto a una niña acercarse a la ribera del río, pero que de un momento a otro no la vio más. Albertina ese día estaba vestida con un short azul y una camisa beige. Así recordaba Consuegra haber visto a su niña en la mañana, acurrucada en el patio de la casa, jugando a que bañaba a Jiño en una vasija de plástico.
Tuvieron que esperar hasta el día siguiente para comenzar a buscar río abajo. Y Petrona no hacía más que llorar.
—Búscala ahí, qué ahí está –me decían–. Y yo salía en la chalupa desesperado, remando a lo que pudiera, pero no veía sino agua y más agua, compadre. Y Albertina no aparecía.
Consuegra regresó ese primer día derrotado. Estaba tan desesperado que fue corriendo a buscar a una bruja de Pinillos para que le viera la suerte. La mujer lo dejó pasar a su casa, y él se le arrodilló para suplicarle que le trajera noticias del futuro, cualesquiera que ellas fueran.
La señora le dijo que Albertina iba a aparecer, pero que anduviera pendiente de un perro blanco y collarejo de pintas negras, que le serviría como señal.
Quién sabe si Consuegra se creyó totalmente el cuento, el caso es que antes de las seis de la mañana del día siguiente salió con sus amigos en una canoa arrastrada por un motor fuera de borda que habían conseguido prestado. Sin apagar el ojo, pasaron por Sitio Nuevo, Palmarito, Santa Cruz, Piñalito, Magangué, Tacamochito, Acadó y Santa Lucía, pero ni rastros de Albertina.
Habían transcurrido cuatro días en tiempo y veinticuatro leguas en distancia cuando fueron a parar a El Plato, en el departamento del Magdalena. Eran como las dos de la tarde.
—Mira hacia la playa, compa, ¿ese no es el perro que decía la bruja? –preguntó uno de los pescadores que acompañaban a Consuegra.
Voltearon a mirar y entonces comenzaron a saltar y a abrazarse haciendo tambalear la barca. En efecto, un perro sato, como diría Consuegra, merodeaba alrededor de un aboyado, que son esos enredos de troncos y malezas que se forman en la mitad o en las orillas de los ríos.
—Joda compa, allá en la punta se ve una golera, vamos pa’ allá –gritó alguno.
Mientras se acercaban apareció una zanja dentro de la cual se fue haciendo evidente la presencia del torso de una niña justo en la boca de la orilla, como si la corriente la hubiese soltado en la noche. La que llamaban golera no era más que un ave de carroña que intentaba acercarse al cuerpo.
Consuegra se tiró al agua y comenzó a nadar y a remover palos y maleza hasta que llegó a tierra firme y pudo agarrar a su hija. Sus compañeros sostuvieron la chalupa, mientras Consuegra examinaba el cuerpo de Albertina, ya violáceo y rígido como consecuencia de tantas horas en el agua. Pese a la evidencia de algunas contusiones, el cuerpo de la niña estaba casi completo. Solo le faltaba un dedito que los animales del agua se habían devorado. Consuegra se tomó su tiempo para subir a su hija a la barca. Primero la sostuvo en sus brazos sin saber qué decir o cómo obrar y luego, con los dedos, le dibujó cruces sobre la frente y le rezó.
Luego de poner el cadáver adentro de la chalupa, Consuegra comenzó a buscar al perro para llevárselo para la casa, queriéndose quedar con un recuerdo de cómo había podido encontrar, en semejante inmensidad, el cuerpo de Albertina, pero ya no lo vio. El animal que minutos antes había estado rodeando al cadáver no apareció más. Y la lancha arrancó de regreso a Pinillos en un silencio que solo era interrumpido cuando alguien volvía a comentar la insólita aparición de aquel perro al que Consuegra, de haber podido traerlo, lo hubiese bautizado con el nombre de Ángel de la guarda.
—Ya llegamos –la voz seca de uno de los agentes del DAS sacó de su letargo a Consuegra, quien viajaba incómodo dentro de la camioneta.
—¿A dónde? –preguntó Consuegra.
—Al aeropuerto militar, en Malambo; ustedes van derechito para Bogotá –contestó el tipo.
Si Consuegra y Ñoño no habían montado nunca en avión, este era el día.
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Una mañana de diciembre del 2006, sentado en la cama de su celda, Ñoño recordó que uno de sus sueños de infancia era conocer la nieve. La Metropolitan Correctional Center, de Nueva York, había amanecido esa mañana cubierta por una capa de escarcha blanca y centelleante que se extendía a lo largo y ancho de Manhattan.
Desde antes de las 6 de la mañana, Ñoño estuvo parado detrás de la reja, contando los minutos para que la abrieran. Un guardia puertorriqueño, que se volvió su amigo luego de pasar horas conversando sobre vallenatos, se le acercó a los barrotes y le dijo:
—Oye, ¿estás ansioso? ¿qué te pasa?
A Ñoño, acostumbrado al calor de Barranquilla donde su padre lo había levantado vendiendo plátanos en la plaza de mercado, le daba cierta pena reconocer el origen de su intranquilidad. Entonces levantó la mirada hacia ese hombre menudito, de gafas, que caminaba con un tembleque en una pierna, y le contestó:
—Es que hoy voy a conocer la nieve.
La celda se abrió a las 7 de la mañana. Ñoño desayunó lo más rápido que pudo y se fue a buscar a Edwin, su compañero de trabajo, para convencerlo de que, luego del conteo de las 9, se fueran juntos a la terraza. Edwin era una de las 34 personas que capturaron en la tan difundida operación Milenio, de agosto de 1999, en la que cayó Fabio Ochoa. Era un paisa de acento arrastrado que aprovechó sus días en la cárcel para aprender a hablar inglés con alguna suficiencia.
Edwin se hizo amigo de Ñoño porque ambos fueron contratados por 12 dólares mensuales como los limpiadores oficiales de la sangre que corría dentro de la cárcel. Cada vez que había una pelea a puños en la Metropolitan Correctional Center, que generalmente era dos veces por semana, se encendía la sirena. Los guardias corrían hasta las celdas de Edwin y Ñoño y les entregaban un kit de guantes y desinfectantes para que dejaran los espacios nuevamente relucientes. Para llevar a cabo ese oficio, recibieron un par de cursos de entrenamiento.
Los desmadres ocurrían casi siempre en las zonas comunes, donde estaban instaladas las salas de televisión. Ese mismo diciembre, por ejemplo, hubo una gresca que se demoró casi una hora en ser controlada. Se enfrentaron dos pandillas: una conformada por hombres casi todos afroamericanos, contra otra de muchachos de origen latino. A la sala había entrado un preso con un candado camuflado en la bota del overol. Lo tenía amarrado al tobillo. Con esa misma pierna agarró a patadas a otro interno, lo que devino en una batalla campal en la que volaron sillas, codazos, puños y agarrones. Ñoño no pudo ver el desarrollo completo de la trifulca. Pero sí sus sobras. Durante casi toda la tarde estuvo con Edwin fregando los pequeños manchones de sangre que quedaron esparcidos por los pisos y paredes, como si fuera la escena de una película de Tarantino.
Pese a que la terraza estaba cubierta de nieve, los presos no perdieron oportunidad de ir en busca de algo de aire. Vista desde un ángulo cenital, la azotea de la cárcel se asemejaba a esos triángulos con los que se ordenan las bolas de jugar billar, pero cubierto por una malla, y reforzado en los costados con círculos hechos a base de alambres de púas electrificados. El espacio plano, que era aprovechado para jugar fútbol los fines de semana, había amanecido hecho un tapete blanco que Ñoño al principio miró pasmado. Luego, cuando hubo de tomarse algo de confianza, se puso a armar bolas de nieve y a estrellarlas contra la pared.
—Oiste, Plátano, ¿vos es que sos güevón o qué? —le preguntó Edwin en tono burlón.
Delante de los demás reclusos Ñoño se tiró al piso, se revolcó, acumuló pelotas de hielo que fue acomodando una sobre otra hasta armar un muñeco de anatomía desproporcionada, mientras Edwin se moría de la risa y le decía, con ese acento de los paisas: “¡Vos sí sos montañero, hombe!”
LA HISTORIA EN VIDEO CRÓNICA
Es una historia llena de sufrimiento y dolor, pero al final , la verdad salió a flote, cosa que muchos inocentes no han podido conseguir..
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